El frío

Realmente se puso frío, así que ayer viendo el cielo despejado y con la peregrina idea cruceña de que si el sol brilla hará calor me salí empolerao, soporté el vientecillo irritante del sur hasta eso de las seis y media, y ahí nomás vino el estornudo (Ramón Gómez de la Serna decía que “el estornudo es la interjección del silencio”). Parado en una esquina, esperaba: tenía una cita con Carolina, que al final se decidió ir al cine conmigo. Pero llegaron las siete, las ocho, las ocho y media. ¿Saben? Estaba pochecó (harto, para los que no saben el léxico) de los tipos bebiendo en las aceras de la Uruguay, sin helarse, sin sufrir por alguien, riendo de cuentos groseros que un otro cuenta, felices escuchando la banda, bien abrigados de chompas y cervezas. Y yo temblando de frío, se supone. Nada. La llamé al celular gracias al teléfono “Viva” de la tendera de la cuadra, y el maldito permanecía apagado… “El abonado no está disponible”. En esas circunstancias uno se pregunta. Ché, ¿Qué hubo? ¿Qué paso? ¿Le salieron raíces en algún lado? ¿Algo grave? ¿Desistió simplemente de salir conmigo? ¿Pensó que la película era mala y que no sería prudente asistir a una película que lo obliga a uno a mirar la cara del que lo acompaña? E inevitablemente, cuando uno está haciendo esas cábalas, pensás en los accidentes, en la posibilidad de hospitales y muerte (pero despejás esa idea con un manazo matamosquitos). Andás con esas rumiaderas. Me la hizo, está con otro, llegó el otro. Cosas por el estilo. De repente, y no es que las respuestas dejaron de interesarme (el tema es que andaba tiritando), fui a casa a ponerme una chamarra.
No supe nada del asunto hasta pasadas las diez, cuando Marcela, la hermana menor de Carolina, y su cortejo, llegaron hasta mi cuarto. Los atendí en la puerta. Espero que entiendan, no quise que entren porque la cosa anda bastante trastornada: los compactos por aquí y por allá, los libros sobre el piso, apilados sin ningún orden, el equipo de música, los ceniceros, algunas botellas de coca cola, la ropa limpia, la ropa sucia, un mundo por ordenar, pero principalmente un graffiti en la pared que tiene su nombre. Si lees esto, Carol, entenderás, aunque ando más o menos confiado porque sé que no eres de blogs (aunque nunca se sabe, entonces estaré bellamente descubierto ;=). El asunto es que el padre de Carolina, que vive en otra ciudad –separado, y familia nueva- llegó de improviso. Así que dice que no había manera. Más tarde me pregunté: ¿Y por qué si Carolina no puede salir, sí puede hacerlo Marcela? Preguntas que se hacen los tontos enamorados como yo, cuestiones sin respuesta, claro. El asunto es que como dice Ramón Gómez de la Serna –Sí, Greguerías es uno de los libros que me puse a leer anoche en ese desvelo- pienso que “aquella espera no cicatrizará nunca.”