Pasadizos

En uno y otro caso, el amor es un alcázar con pasadizos secretos por donde suelen extraviarse nuestras almas. Gonzalo Fragui(1960)

lunes, agosto 21, 2006

Celuleón


Los celulares son los animales domésticos de estos días, inicios del siglo xxi. Con su única oreja, su boquita cerrada algunos, y su mirada de cristal de cuarzo líquido, se ubican en los lugares más insólitos, pues no todos los cargan, dentro de un estuche, al cinto. Hay quienes los llevan en los bolsillos traseros. Veo hermosas mujeres paseando con su celular que tímidamente amanece su antena por encima del bolsillo del pantalón. Yo no sé por qué a los varones que las seguimos nos causa tanto atractivo una miserable antena. También están aquellos que los guardan en los saquillos de las chamarras o en los de los gabanes. Las mujeres en las carteras, en el corpiño y hasta sumergidos en los calzones. Desde allí, chillan con sus trinos distintos. Rings, fragmentos de canciones o temas clásicos, hasta voces elocuentes. Tengo un amigo que ha grabado un rington llamado Evo, que aparece con esa curiosa acentuación de los Andes: “Contestame… guaracazo. ¡Contestame, he dicho!” Y él, inmediatamente se pone al teléfono como si lo llamara el presidente. ¡Hola, mi amor!, le dice. Sí, ya mismo. Ya voy.

Los hay con forma de pequeños ratones cuya larga cola no es otra que el cable que los conecta al cargador, también están aquellos que se abren como almejas, los que guiñan y toman fotografías, los focas, los a prueba de todo golpe, los delicaditos y plateados, los súper chillones, los berreadores, en fin, diferentes, pero todos arrimados a su señor, impertinentes y activos, muerden las orejas, salivan en la boca de sus amos. Cuando mejor estás en los ejercicios del amor, besos van, caricias vienen, si uno ha olvidado desconectar el bicho (y nadie, hoy en día, quiere desconectarlo) de repente se despierta y empieza su berrinche molestoso. Acaso un taquirari, la marsellesa, una saya o un reguetón. El asunto es que nos quita las ganas y todo queda así confuso, uno agitado, y ella como saliendo de un sopor, se levanta, se acomoda los yin, se pinta los labios en el espejo que tiene su celular –es de esos con espejo- y mientras dice: “Qué barbaridad, qué tarde se ha hecho”, se nos escapa con dulces besitos de despedida. “Llámame esta noche, plis”, dice y desaparece.

Alguno cree que su celular es una especie de dios. Yo he visto a aquel hombre que se queda mirándolo, atento, mientras lo sostiene en el aire, de frente, esperando la llamada, la llamada que puede salvarle la vida, porque le darán un dinero, lo invitarán a una fiesta, le avisarán que sí, que ya tiene trabajo, pero principalmente aquella llamada de celular que vendrá de la amada, que dijo te llamo el jueves, no te preocupes, pero él no está preocupado, está desesperado, y mira la pantalla del celular, una pantalla muda, terca, inconmovible. Ya sabemos que a la madrugada reventará el celular contra la pared, totalmente ebrio, como si el animalito tuviera culpa de tanto desamor, de tanto silencio. ¡Qué falta de caridad! Al fin y al cabo, un celular no es más que una pobre criatura de Dios.

lunes, agosto 14, 2006

Los rinomicros


Los micros son los rinocerontes de las calles a quienes un astuto comerciante les ha extraído su valioso cuerno y lo cobra día por día a costa de los atolondrados chóferes. Sus ojos despiertan en las noches pero no les sirven para evitar los pozos ni las sartenejas, de manera que los que viajan adentro se sacuden como en una coctelera, o mejor como si se tratara de una maraca que se interpretara por un músico sin ton ni son.

Yo le tengo miedo a los rinomicros porque se bambolean y de repente corren o frenan al mando de un muchachito, una especie de capitán de quince años, que haría las vergüenzas de Verne.

En el vientre de los micros, los pasajeros son como monedas dentro de una apretada faltriquera (de esas que se usan en los pantalones yin por encima del bolsillo delantero) en la que cuesta mucho meter o sacar los dineros, pero donde todos, convertidos en metálico, se sienten valiosos. Claro que habrá los de cincuenta centavos o aquellos de un solo peso, pero no faltará aquél diecentavero que al entrar sentirá acomodarse en un santiamén. Y aquél otro, aristócrata, con su brillo de oro en el centro y sus faldas de níquel, ese de cinco pesos, aleación árabe (aravez colla y aravez camba, me dijeron), que anda como quien es buscado por todos y debe cedérsele el asiento sin más ni más, porque ahora está en el poder, afirman. Y ese sonsote de dos pesos –que viene en diferentes tamaños- y que cuesta de ingresar, y que para salir todas las monedas deben ser extraídas, con pena y con temor de que alguna se derrame, y se quede por ahí sin llegar a su destino.

Pero lo mejor del micro es cuando sin que uno se dé cuenta acaba de subirse la amada –y vos estás apretado por una gorda que no tiene ninguna compasión con tu presencia (la ignora, digamos) y te tiene sin respirar porque no se ha lavado la axila- Entonces, como estás enamorado, y quieres ir muy rápido al lado de la dulcinea, empujas a la gorda –sin querer queriendo, Chavo dixit- y mientras te insulta, y te dice camba’e mierda, y te retea a más no poder, vos te estrujas con tu flaquita, feliz y apretadito detrás del asiento que milagrosamente existe detrás del chofer, parados, claro, empujados, por supuesto, pero felices, en la barriga más calida del ahora bello rinoceronte.

martes, agosto 01, 2006

Diario de amores


22 de junio
Intento desahogar esta mi alegría, nueva como la hoja del naranjo que recién brota, nos asombra y nos anuncia que el futuro tendrá profundo olor de cítricos.

25 de junio
No entiendo cómo un beso puede ser leve y brutal al mismo tiempo: aproximarse a sus labios produce un vértigo que me dura toda la noche. Despierto a las cuatro de la mañana. Doy vueltas sobre la almohada. Entre los sueños que coquetean con mi cuerpo se viene su imagen, se viene su sonrisa. Sus ojos son pícaras miradas. Un carrusel de flashes y los caballitos son sus manos peinando mis cabellos desde la frente, acariciando mi cuello con conciencia de la vértebra cervical, y sus dedos buscando mis dedos. Yo los recibo como se recibe a la luna, iluminada. Entre la rejilla de botones del teléfono hay un mapa donde ya conozco el camino: es el agua de su nombre.

29 de junio
El universo se reduce a las sábanas: el reloj, sus caderas, su aliento, el aire acondicionado. Un cristo crucificado y ausente –sólo el madero- es testigo de cama.

7 de julio
Ella lo es todo.

12 de julio
Entramos en el restaurante, Carolina pide una canción ranchera, la canción habla de amores malditos. Bebemos vino. Hablamos de los milagros. Se ordena una sopa sustanciosa. Con una única cuchara comemos ambos. Ella es quien administra. Yo soy el deslumbrado. Por tu maldito amor. Y es como si ya me hubiera hecho daño, y es como si hubiese cortado adentro. Sorprendentemente amarla duele.

21 de julio
En su casa, la gata ha parido cinco crías, son pardas, una hembra y cuatro machos. Ella les ha puesto nombre de gente. La hembrita se llama Yvette (supongo que Yvette Guilbert, a ella le fascina Toulouse Lautrec), la que tiene una mancha negra en la nalga se llama Oruro, una tercera tiene el nombre de su hermano. Pero… ¿Quién es Francisco?, cosa peor: ¿Quién es José Alberto? Algo inesperado ha surgido, ¿Por qué tengo la sensación de que mi cuerpo ha sido dañado en alguna parte? Es histeria, supongo.

30 de julio
Hoy no la encontré, a la hora que suele estar, en su casa. La llamo al celular y lo mantiene apagado. Camino de un lado para el otro. He dejado de leer la novela de Manuel Puig que había comenzado, esa con un nombre en inglés, The Buenos Aires Affair, creo que se llama. Ya es la una y media de la mañana y nada.

31 de julio
Era una reunión de amigas: retornó Beatriz de Alemania, la que se fue de intercambio, ¿recuerdas que alguna vez te comenté sobre ella, la pipirisnait?, me dice. Sé que dice la verdad, pero por alguna razón ya no confío. Algo se ha roto. Alguna cuerda del reloj hace que éste contramarche. Y los días son las cuatro, las tres, las dos. Los días se vienen, han perdido el vuelo que tenían, han perdido la levedad de ayer. Hoy pesan. Son anticipadamente de agosto: térreos y ventosos.