Viaje en tren
Estoy viajando en un tren. El asunto de Carolina me parece ultra lejano. Ya duele menos. Los bosques se tragan al tren. Es posible que entre los arbustos todavía esperen los jukumaris –esos osos que dicen habitan el parque Amboró. La selva tiene un sonido particular, ronronea, brama, cruje, o aturde con su sonido de cigarras. La selva es el monstruoso mundo de la vida incomprensiblemente diversa, sus múltiples ojos no miran, acechan, y yo pasando por sus profundidades en tren, en un tren rural, lleno de equipajes y gente que se ofusca apretándose cuando en las estaciones luchan desde las ventanillas por una botella plástica llena de mocochinchi, que se vende a pocos pesos. Cerca de mí viene sentada una mujer –siempre hay una- es bella, pero no mira a nadie, su mirada está puesta en el horizonte. Advierto su ánimo inquieto, la oigo preguntar, escudriña, quiere disfrutar el viaje; yo presiento que no está aquí, acaso tiene alguien que la espera, como los jukumaris, alerta, en este caso, al final de la vía del tren. Entonces me acomodo, bajo la visera de la gorra y me dispongo a dormir, acaso en el sueño la selva se muestre desnuda. Lo que sueño no tiene ninguna relación con la selva –aunque puede que así sea. Se trata más bien de una casa, es una casa grande, en la puerta se lee el número 33, la escalera brilla con una escultura de Afrodita. Siento que soy un invasor, entonces despierto. Es el boletero, agujereando los pasajes como en las películas, con cara de pocos amigos y aburrimiento interior.